sábado, 19 de febrero de 2011

Discurso del doctor José Luis Bustamante y Rivero al asumir la presidencia de la República del Perú - 28/07/1945

Señor Presidente del Congreso Nacional:

Me honra sobremanera recibir la insignia de mi investidura de un ciudadano como vos, cuya prestancia moral enaltece, mejor que cualquier título, vuestro sitial parlamentario.
Bajo los auspicios de una elección cuya limpieza constituye un soporte moral inapreciable, asumo la Presidencia de la República con la augusta emoción de quien recibe en sus manos el destino de un pueblo y de quien mide las responsabilidades de este tremendo y honrosísimo encargo.
Misión compleja y agobiadora la que, en su múltiple reparto de situaciones, y deberes, ha reservado la Historia al hombre de Gobierno. Tócale a él realizar el anhelado desiderátum de la armonía en la diversidad. El Estado es la síntesis política de una ordenada convivencia humana; y como síntesis funciona a base de cohesión y ensamblamiento. Fuerza es, pues, propiciar y mantener el concertado ligamen de los factores elementales del conjunto, por varios y dispares que ellos sean; pues la más leve resquebrajadura puede poner en peligro la unidad del organismo y acaso hasta su suerte. De ahí que el Gobernante viva en función perpetua de coordinación y de equilibrio. Difícil equilibrio entre gravedades heterogéneas, ya que no abarca solo la esfera de lo social y lo tangible, sino que incluye también el invisible mundo de los imponderables. Cumple el Estado en el espacio y en el tiempo una misión histórica permanente, que es preciso avizorar y cautelar; y ante ese imperativo de sustancial supervivencia, más lato que los siglos y menos pasajero que las generaciones, fuerza es que a veces sufran postergación indeclinable la voz tradicional de los intereses y la vehemencia reformadora de los idealismos. Con el espíritu en alto y la visión tendida lejos, el conductor de pueblos está llamado a transformar en cosa depurada y consistente ese acervo de oro y de barro, de gemas y de arcilla, para dar a su obra solidez y grandeza y preservar, con celo imperturbable los eternos atributos de la nacionalidad.
Nuestra época, pródiga en formidables experiencias, convulsionada de dolores y clamante de anhelos, ha impuesto nuevos deberes a los hombres de Estado. Movianse estos dentro de un ámbito de fronteras, con panorama circunscripto a los limites individualistas de su propio aislamiento. Pero hoy el Mundo se rige por conceptos más universales, en los que son apenas medios de buena administración las marcas fronterizas y en que, por encima de ellas, campea y se difunde la noble inquietud unificadora de la solidaridad humana. Dentro de este nuevo espíritu, la misión del Estadista cobra inusual amplitud. El campo de las relaciones internacionales adquiere un sentido fundamental de cooperación e interdependencia. En la explicable pugna entre la tradición aislacionista y el humanismo innovador se estremecen las soberanías con reticente actitud de defensa; y el receso de la diplomacia contemporánea traduce las angustias de un mundo que trata afanosamente de conciliar las instituciones del pasado con los ideales del porvenir. En medio de este debate a la vez trágico y grandioso y la llamarada de la guerra envuelve en duelo gigante la regresión y la revolución y libran su batalla decisiva el ímpetu militarista y la concepción democrática, el imperialismo económico y los sagaces postulados de la igualdad jurídica. Tras la contienda enorme la humanidad llega, sangrante, a una unánime conclusión: la necesidad de una convivencia en la paz. En una paz sin arista ni rencores, hecha de equidad y buena fe. En una paz organizada y de derecho, donde el consorcio de voluntades sea universal compromiso, y donde el juego de los intereses de cada Estado se ajuste y acomode al interés supremo de la comunidad de naciones.
Y aquí surge la nueva y transcendental función del hombre de gobierno. No es ya solo el intérprete del sentir de su pueblo en lo que atañe a la solución de sus propios problemas; sino el prudente coordinador de las aspiraciones nacionales con el sistema general de paz. A él está reservada la tarea de sancionar el régimen de las obligaciones colectivas sin desmedro de la personalidad del Estado; de orientar el criterio de la evolución interna en consonancia con los postulados políticos-sociales del organismo mundial; y de afirmar, de fronteras a dentro, ese mismo sentido de concordancia, de libertad y de compresión que hoy sirve de puntal y garantía a las relaciones internacionales. Siempre la nítida línea de la austeridad y la mesura; siempre la visión alerta de quien otea un rumbo en que cualquiera desviación es un extravió; siempre el deber de equilibrio ante los requerimientos de la pasión y el egoísmo, de la rutina y la improvisación.
En el Perú, el proceso sociológico ha sido la causal determinante del proceso político. Madurada la conciencia cívica tuvo eclosión arrolladora el propósito de perfeccionar el sistema electivo a base de una verídica autodeterminación popular. Quería incorporar a nuestra vida interna un régimen de sanas libertades. Quería, sobre todo, cancelar intestinas diferencias, para poner, en amplio gesto unitario, la integridad de sus esfuerzos al servicio de la nación. El auspicioso programa se ha empezado a cumplir. Un soplo de vitalidad orea el aletargado ambiente del indiferentismo ciudadano; y un nuevo clima espiritual remoza en estos momentos las esperanzas del país. Las generosas palabras con que el Presi-dente cesante, doctor don Manuel Prado, ha expresado su esperanza en mi gestión gubernativa, fortifican, como nuevo acicate, mi decisión de darme por entero a la causa nacional que tan ardorosamente he asumido.
Mi presencia en este austero recinto de las leyes interpreta y simboliza ese movimiento de opinión. Vengo del llano del apolitismo, sin prejuicios pequeños ni fatuos alardes. He acudido al llamado de mis compatriotas como un nexo de fraterna armonía, sin otro acervo en mi bagaje que una recta intención. Y entre abrumado y optimista, llego a la primera magistratura del Perú, sopesando en mi espíritu la magnitud de mi tarea y confiado en la eficacia de la ayuda de todos.
Me propongo, en el ejercicio del mandato, cumplir con los deberes que la moral política y los requerimientos de la hora señalan al hombre de Gobierno, tanto en lo interno como en lo internacional. Mi línea está trazada en público documento -el Memorándum de 13 de marzo- que el consentimiento de mis electores me ha hecho el honor de refrendar. Allí está mi programa. El próximo período se caracteriza claramente como una etapa de transición, que servirá de ensambladura a dos momentos antagónicos. Uno, el de ayer, influido por inquietudes políticas y plausibles afanes de organización. Otro, el de mañana, en que cabe esperar el advenimiento de una era de madurez democrática y de firme y científico desarrollo de las fuerzas potenciales de la nacionalidad. Es el paréntesis intermedio el que me toca presidir. Dentro del campo constitucional, se impone realizar un reajuste de las instituciones jurídicas, a tono con la emoción que hoy alienta en el mundo; y dar al pueblo la seguridad de que su vida habrá de desenvolverse en un clima de paz cordial, sin extremos de dictadura ni de demagogia, sin leyes de excepción ni alardes disolventes de rebeldía. En el campo económico la acción gubernativa se dirigirá al fomento de las actividades del trabajo y a la planificación sistemática de la administración fiscal. En este terreno, la labor ha de ser predominantemente educativa hasta crear en las conciencias un sobrio sentido de abnegación y renunciamiento para afrontar las estrecheces de la crisis post-bélica y promover, con el gradual concurso del Estado y de las clases poderosas, una organización más robusta de la justicia social. En el aspecto cultural, precisa un noble y emocionado empeño por cultivar en nuestro pueblo los dones del espíritu y los hábitos de la civilización; y una juiciosa liberalidad que le permita ampliar sus horizontes intelectuales mediante el fácil contacto con el pensamiento del mundo. En la vida de relación, el esfuerzo se dirigirá a secundar con decisión, pero también con digna autonomía de criterio, empeño de dar forma sólida y duradera al organismo de la paz y la seguridad mundiales; a vigorizar la amistad entre el Perú y los demás Estados, muy particularmente los que integran la vasta comunidad americana, a quienes nos ligan especiales vínculos de historia, de vecindad y de comunidad de intereses; y a echar las bases de un consorcio internacional más activo, oficial y privado, con los demás gobiernos y con el capital extranjero, para estimular la producción y obtener una coordinación realística y sensata de las actividades del comercio exterior.
No pretende este esbozo constituir un plan integral de gobierno. Aspira sólo a sentar bases para un periodo futuro de más altas realizaciones. La vida de los pueblos no se cuenta por años sino por siglos; el ritmo de su avance se traduce mejor en el paso menudo y cauteloso que en el salto brillante o audaz. Es tan sutil y complejo el engranaje de los fenómenos sociales que, salvo circunstancias de muy probada urgencia, el recurso revolucionario debe ceder la primacía a una segura y natural evolución. Desenvolverse es persistir. La complicada trabazón de los elementos integrantes del Estado moderno supone en ellos un armonioso desarrollo si el proceso ascensional de su perfeccionamiento ha de correr parejas con su estabilidad. Lo contrario es afectar en el conjunto la línea de las proporciones, o introducir en la estructura un factor de desequilibrio. En el Perú, el problema fundamental es un problema de hombres. No hay posibilidad de finanzas generosas sin una sólida economía fundada en el trabajo; ni administración correcta sin un fondo individual de honestidad; ni progreso de la cultura sin respeto de la persona humana; ni política estable sin una plena conciencia de los deberes cívicos; ni gravitación internacional sin un firme y orgulloso concepto del patriotismo.
Estimular esos valores fundamentales y primarios es la labor del gobernante. Estudiarlos calladamente, sin que importe para el caso la ausencia de sonoridad o de lustre. En las naciones como en los individuos la formación de la personalidad, integralmente concebida en lo físico y en lo espiritual, es una obra educativa en que la plenitud sólo se adquiere a costa del desvelo tenaz de cada día. La educación es un proceso, y no en manera alguna una creación del instante. Como el maestro, el estadista va venciendo paciente su jornada, sin vistas a la definitiva consagración. Y puede sentirse ufano sí, a la vuelta de los días, ha logrado, como el maestro, ser en su pueblo un forjador de hombres. Sobre la base del factor humano, la evolución de los Estados es hacedera y rápida en el campo de la riqueza, de la influencia y de la felicidad.
A los ciudadanos incumbe prestar al nuevo régimen todo el caudal de su colaboración en esta sustantiva tarea de crear en el país una disciplina moral. No cuentan para ello diferencias ideológicas ni posiciones políticas. No constituyen obstáculo antiguas pugnas de partido ni recientes discrepancias electorales. En la obra colectiva deben tener su parte todas las tendencias, desde el Gobierno o desde el llano. Frente al común anhelo de renovación, la magnanimidad cederá el puesto a los conceptos rígidos de doctrina o de grupo. La flexibilidad política no está reñida con la pureza de los principios. Buscar la comprensión no es claudicar. Apenas hay un mal más deprimente de la virilidad de un pueblo que el mal de la sumisión. Queden en buena hora desterradas de nuestro ambiente oficial las actitudes sumisas. En el plano de una bien entendida cordialidad patriótica, caben la libre discusión de las ideas y la alturada discrepancia de los puntos de vista. Y acaso en este intercambio de conceptos y pareceres estribe la garantía del acierto en las decisiones. Lo que fundamentalmente significa la cooperación con el Poder es la honorable coincidencia en propósitos de bien público. Y pienso que esta coincidencia es, por fortuna, un feliz atributo de la peruanidad. El Gobierno, por su parte, cumplirá en este orden sus propósitos de unificación nacional, dando a todos garantías dentro de la ley, buscando el mérito allí donde se encuentre y abriendo a los diversos sectores la oportunidad de compartir con él la iniciativa y el esfuerzo. Dentro de este amplio criterio, inspirado sólo en el ideal de la Patria, podremos la ciudadanía y yo realizar la misión que nos señala nuestro fervor por el futuro del Perú.
Debo aquí dedicar un saludo y un voto al nuevo núcleo de ciudadanos que se incorporan a la vida política nacional. El Partido del Pueblo viene a integrar el organismo del Estado con un fuerte bagaje de juventud e iniciativa. Llega a la función pública pleno de emoción social, de dinamismo constructivo y de inquietud renovadora. El ha de ser, sin duda, en el régimen que hoy se inicia, factor importantísimo de una evolución acelerada y eficaz. Mucho espera el país de su concurso en capacidad y en desinterés. La labor parlamentaria ha sido escogida por el mismo como campo de su actuación oficial. Yo formulo el augurio más cordial y sincero de que habrá de responder a estas nobles expectativas y de que, con su aporte, el Perú marcara una etapa floreciente en la prosecución de su destino histórico.
Señores Representantes:
Pocas veces el Parlamento del Perú se vio llamado a cumplir un cometido de más alta trascendencia que le reserva este período. Os toca tarea de animar con un nuevo espíritu la estructura legislativa del país, dignificando la función del Legislador y dando a vuestra obra un contenido científico e integral. Habréis de normalizar el imperio de nuestra Constitución y estudiaréis el plan orgánico al cual hay de ceñirse nuestro desenvolvimiento cultural, social y económico. El campo y la ley es hoy más ancho que nunca y su concepto ha roto, por fortuna viejas y estacionarias definiciones. Si hasta ayer legislar fue traducir en formulas obligatorias las exigencias de la necesidad social del presente, ahora legislar es intuir los desenvolvimientos a veces prodigiosos, del porvenir. Antes acomodaba el legislador la marcha de su pueblo a las experiencias adquiridas tratando de interpretar en los preceptos legales el consenso de los hombres dentro de un estado social. Hoy el parlamentario se adelanta a los hechos, procura prever la nueva conformación de la sociedad para preparar a los hombres a vivir a tono con ella. De este modo, la ley, que pretendía ser sólo ante todo una expresión de realismo, se convierte en nuestra época en un arte de previsión. A la luz de estos conceptos se nos plantea el deber de conjugar la realidad ya lograda con las perspectivas futuras y el rígido consejo de la técnica con los todavía cortos medios de realización de las finanzas. Nuevamente el equilibrio, como en toda obra de gobierno, reclama por sus fueros; la ley viene a erigirse en juicioso instrumento de tránsito entre lo actual y lo venidero. Vosotros conocéis sobradamente este delicado mecanismo; y estoy seguro de que el acierto de vuestros actos de legisladores ha de consagrar la solidez de vuestro prestigio. En aquello que le toca, el Poder Ejecutivo se propone secundar los propósitos del Congreso y observar para con él una política de alto y leal entendimiento. La colaboración de ambos Poderes, dentro de los cánones de recíproco respeto consagrados por el Derecho Público, es condición ineludible de eficacia en la vida institucional del Estado; y será por ¬lo mismo, norma constante de mi Administración.
En el destino de los pueblos, marcan su huella inevitable las influencia de cada época y la voluntad de los hombres; pero actúan también, en un mudo trabajo de misterio, otras fuerzas ignotas e invisibles, que traen su raíces del pasado remoto o pertenecen a una esfera más alta que la simplemente humana y perecedera. Volvamos, pues nuestros espíritus a esas fuerzas tutelares en esta hora solemne de emoción nacional. Que la voz de nuestros muertos y los manes de nuestros Libertadores señalen mi camino; y que Dios, Supremo Gobernante del Universo, me depare la inspiración magnánima y serena de su eterna sabiduría.