El programa cívico expuesto en su "Mensaje al Perú" registra una serena precisión institucional y numerosas advertencias sobre la democracia como problema fundamental en el Perú. El Ejecutivo, según él, debe dotarse de ancha autoridad y entereza en el mando, buscando el prestigio de sus facultades y la legitimidad de sus actos en el respaldo de la Constitución y las leyes. De ningún modo significa respeto a la ley aquellos "ukases legislativos que consagran la fuerza como instrumento gubernativo". Solo entonces el gobernante "será la antítesis de la demagogia" Palabras firmes y certeras que parecen escritas para hoy.
SABEMOS que en buena parte de América latina el régimen democrático es más bien un patrón político al cual nos mandan ceñir nuestras Constituciones, que una realidad lograda en el ejercicio del gobierno las nuestras suelen ser, a menudo, democracias de etiqueta cuyo desenvolvimiento real perturban la ignorancia de las masas, el individualismo exagerado, la demagogia de los políticos o la ambición de los dictadores. Pero hay, sin ninguna duda, un fondo democrático en el alma de nuestros pueblos: el aprecio de la libertad, la ilusión orgullosa del voto, el arraigo de la institución parlamentaria como expresión del sentir provinciano, la repulsa popular contra los privilegios.
Sería pueril, sin embargo, pretender que en pueblos jóvenes con rasgos peculiares y diferentes grados de civilización, la democracia -en cuanto tal- funcione según el molde clásico. Registrará variantes que reflejan las características nacionales y las etapas evolutivas.
El Perú puede, pues, llegar a poseer una democracia de fisonomía propia. Pero una vez establecidos los Poderes Públicos por esas pautas democráticas, debe cuidarse" de dotar al Ejecutivo de una ancha base de autoridad, de una inequívoca potestad de imperio. Precisamente por ser jóvenes, aquellos pueblos en que aún no han llegado a plasmarse solidariamente las instituciones acusan instintos de insurgencia, de individualismo arbitrario, de reacciones primitivas. El hervor de la sangre rebosa el rígido contenido de las normas. La disciplina cívica no se aviene con el libérrimo laberinto del bosque. Y en este medio rústico, todavía un poco informe, suelen campear -por otro lado- el egoísmo y la prepotencia de las 'élites' sociales que sienten el país como enfeudado a sus caprichos. Ambos extremos abusivos han de sofrenar el gobierno para que la obra de estructuración nacional no se frustre; pues si la subversión y el privilegio la perturban o desnaturalizan, ningún programa de progreso democrático puede cumplirse en el país. Legítima es, entonces, la intervención reguladora y firme del Poder. Tenemos, pues, que afirmar entre nosotros el régimen presidencial; y más si se considera que en todos los Estados, sean viejos o nuevos, las complejidades de la organización política moderna, el formidable empuje de la industria, la tensión entre las fuerzas del trabajo, la pugna de ideologías son otras tantas amenazas suspendidas sobre la estabilidad y la tranquilidad sociales y exigen, por lo mismo, legítimos recursos de aquietamiento y equilibrio.
La entereza en el mando ha de ser, pues, atributo obligado de las democracias modernas. El respeto a las libertades públicas no quiere decir debilidad o laxitud ante la infracción, porque así degenera y se desprestigia la potestad del gobierno. Pero, ¿dónde buscará el Poder Público el vigor de su autoridad? En el respaldo de la ley. Son las leyes las que han de orientar sus actitudes y demarcar sus facultades. Dicho está que me refiero a las leyes dignas de este nombre, que sean expresiones de la justicia y el derecho; no úkases legislativos que consagran la fuerza como instrumento gubernativo. No es cierto que la ley carezca de eficacia para contener el abuso; nadie reprime el crimen o impone sanciones con mayor seguridad moral, con más tajante firmeza, que aquel que se siente dueño de una razón jurídica. Y aquí cabe referirse al funesto error de aquellos llamados 'demócratas' de nuestros países latinoamericanos que, desconfiando de las leyes, piden a voces un caudillo o prefieren el 'paternalismo' de una dictadura por temor al desborde de las libertades populares. Estos tales olvidan -como lo ha dicho WaIter Lippman (The Public Philosophy')- que "los principios de una buena sociedad no residen en la fuerza bruta ni son circunstanciales o escogidos al gusto de cada cual, sino que se encuentran en normas mas altas y permanentes inscritas en la ley natural, base de la filosofía política de toda verdadera democracia". Por eso "los gobiernos demócratas deben su primera lealtad a la ley y a los deberes de su oficio o función, antes aun que a los electores que los llevaron al poder". He aquí al columnista norteamericano, criterio lúcido y práctico, no sospechoso por cierto de 'abogadismo', convertido en campeón y vocero de esa 'juridicidad' tan combatida y ridiculizada en la etapa política del 1945 y 1948.
Esta concepción de una autoridad del Estado basada en la leyes la antítesis de la demagogia, que pide una autoridad basada en el histerismo de la opinión pública, o en la explotación de las pasiones populares. La demagogia es el peor enemigo de la democracia porque conduce a uno de los dos extremos: o el gobierno se somete al griterío de la calle, y entonces es la anarquía y no la ley la que prevalece; o acude a la fuerza para sofrenar la histeria, y entonces sobreviene la dictadura. Acaso esté aquí la clave del atraso de nuestra formación democrática; porque en el Perú se ha hecho demagogia de derecha y de izquierda: la una para suscitar terrores contra el peligro de las masas, la otra para encender el odio contra las clases reaccionarias y pudientes. El resultado ha sido siempre el mismo: el golpe militar, dado en nombre del orden público. La fuerza usufructuando la ceguera de los miedosos y de los fanáticos. Tócanos, por eso, proscribir la demagogia de nuestros hábitos políticos si queremos alcanzar una verdadera democracia. La demagogia es recurso ya gastado y anacrónico en estos tiempos en que la conciencia cívica, de más en más madura, no acepta tretas ni cae fácilmente en el engaño; y en que la función de gobernar se ha hecho tarea técnica y no concurso de ambiciones o plebiscitos de exaltados pareceres. Ha pasado la época en que el gobierno se vestía con el lirismo de las barricadas o arengaba desde las tribunas de la plaza pública. Hoy se gobierna consultando estadísticas, haciendo cálculos de producción y consumo, comparando niveles de vida, tratando de preservar la posición del Estado en el complicadísimo ajedrez internacional. Frente a la seriedad de estos problemas, la demagogia no se concibe. Resulta despreciable. Atenta contra la normalidad del Estado. Ella sólo procura halagar a una masa electoral; pero la verdadera democracia sabe que su misión es, responder por el destino del país. Por eso se comprende que el demagogo, sea gobernante o político, se deba ante todo a sus electores, a cuya sombra medra; pero el gobernante demócrata se debe sólo a la ley. De ella extrae su prestigio y su fuerza.
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