martes, 2 de junio de 2009

El argonauta y el buzo – por Mario Polar Ugarteche – Oiga 24/01/1994

Para cumplir con el propósito de estas páginas –imprimir en la mente de los jóvenes la figura de un peruano ejemplar–, nada mejor que recurrir a la pluma de Mario Polar, quien en su libro ‘Viejos y nuevos tiempos' traza, bajo el mismo título de la cabecera, la siguiente magistratura estampa del doctor José Luis Bustamante y Rivero. Leamos a Mario Polar dialogando con su nieto:

Lima, 18 de julio de 1968.

Pequeño: hoy quiero contarte de dos maestros de mi juventud a quienes considero ahora mis amigos: de José Luis Bustamante y Rivero y de César Atahualpa Rodríguez.

El primero fue mi maestro de Dere­cho Civil en la Facultad de Jurispruden­cia. El segundo me dio lecciones de Humanismo cuando regalaba cultura bajo los arcos de Portales de la Plaza Mayor de Arequipa. El primero es cono­cido como político y hombre de leyes y del segundo muy pocos saben algo. Pero ambos son poetas en la acepción más pura del vocablo y no porque “componen o hacen versos”, según definición de un diccionario, sino por­que han sido capaces de encontrar la esencia poética en la substancia misma de la vida y de verterla y revelarla con belleza.

Cuando estudies la Historia del Perú Republicano sabrás que don José Luis, además de maestro y autor de ensayos jurídicos y sociológicos notables, fue el líder civil de la revolución de 1930 que derrocó a Leguía en un intento de restablecer las libertades públicas; que en 1945, en las primeras elecciones limpias y auténticas en muchos lustros, fue elegido Presidente de la República; que tres años después fue derrocado por un golpe militar encabezado por el que fuera uno de sus ministros de Gobier­no; que cuando regresó del exilio fue calurosamente acogido por los pueblos de Lima y Arequipa como una de las reservas morales del país; que poste­riormente fue elegido Juez del Tribunal Internacional de La Haya; y que actual­mente es Presidente de esa institución, el más alto tribunal de la Tierra.

De César Atahualpa Rodríguez sa­brás algo si estudias la historia de la literatura peruana y si los historiadores de esta época son capaces de captar el hondo mensaje metafísico de su poesía. Pues mientras la biografía de Busta­mante es muy rica, incluyendo sus ser­vicios como Embajador del Perú en varios países y su participación en algu­nas conferencias internacionales —lo que anteriormente olvidé mencionar—, la biografía de Rodríguez, por lo menos en términos convencionales, es muy pobre. Nació en Arequipa hace 78 años; estudió en una escuelita municipal y en el Colegio de la Independencia; ingresó, siendo muy joven, a la ‘Biblioteca Muni­cipal’ como ayudante, ascendiendo en 1918 al cargo del director; y después de 40 años de labor fue jubilado.

Nada más. En ese lapso ha escrito mucho pero ha publicado poco: la Torre de las Paradojas –colección de poemas juveniles publicados por una editorial argentina en 1926– y ‘Sonatas en Tono de Silencio’ –selección de poemas de edad madura, editado por el Ministerio de Educación el año pasado. Sin embargo, eventualmente, diarios y revistas de Arequipa y algunas capitales de América han publicado sus poemas.

A estos dos hombres tan distintos, y tan hermanos en el fondo –al que co­noció el drama del poder y de la lucha pública y al que vivió en la sombra, bu­ceando angustiosamente en su pozo interior para sacar, de cuando en cuan­do, alguna perla legítima–, debo mu­cho más de lo que ellos sospechan. Por­que ambos, a su manera diferente, me revelaron horizontes ambiciosos y am­pliaron mi visión de la vida en extensión y en profundidad.

Con lenguaje ‘spengleriano’ podría decirte que uno es de la escuela de Apo­lo y el otro de la de Dionisio. Bustaman­te es sereno, ponderado, con un fuego interior controlado en la expresión gala­na y el ademán sobrio. Rodríguez, en cambio, es dionisiaco, vehemente, car­gado de pasión, con un fuego que se le agota, a veces, en un jadeo y que en otras estalla en una imprecación. Pero ambos son músicos aunque no lo quie­ran y aman las palabras. El fondo y la forma se acoplan en ellos naturalmente y les dan un estilo. En uno, como en Goethe, el equilibrio es la meta y la serenidad, la senda. En otro, como en Beethoven, la meta es inalcanzable y sólo el camino cuenta; y lo recorre apa­sionadamente y haciendo pascanas para drenar el dolor, irisado de anhelos, jadeante de fatigas y ensueños.

Rodríguez debe ser algunos años ma­yor que Bustamante; pero práctica­mente estos arequipeños son coetá­neos. Sin embargo, por lo que sé, su evolución espiritual fue diferente y el afecto que ahora los vincula nació sólo en la edad madura.

Bustamante proviene de viejas familias arequipeñas que hicieron de la aus­teridad y del recato una norma insobor­nable. Por eso la sobriedad y la mesura en el ademán y en la palabra, tienen en don José Luis un origen ancestral y él, en ese aspecto, es la expresión de una herencia. Pero nacido a fines de un si­glo, creció para ser niño y adolescente en los albores de otro que se proyecta­ba hacia el futuro como una promesa de novedades o como un quemante pro­blema por resolver. Y con una inteligen­cia sorprendentemente lúcida y alerta, que rompió con severa audacia los mol­des tradicionales en que fue cultivada, aceptó el reto de su hora y se aplicó con terca devoción a buscar soluciones a los viejos problemas insolutos. El dere­cho y la política fueron, inevitablemen­te, los caminos que se le abrieron. Pero no el derecho sólo como esgrima en que la dialéctica hace de espada; y no la política como medio de vida o de en­cumbramiento social; sino el Derecho y la Política como herramientas lícitas e indispensables para la búsqueda de la justicia y de un mundo más equilibrado y más pleno. Y así el poeta afloró en el sueño de un mañana más justo y en la subordinación a la palabra medida y al adjetivo cabal. Pero músico desde el fondo del alma, la palabra, escrita o hablada, tiene en él la cadencia de una partitura. Y no sólo en sus poemas que conocen tan pocos, sino en sus confe­rencias, sus discursos y sus charlas. Cuando escuché sus primeras clases y leí sus primeros escritos, no me intere­sé, en verdad, por el contenido sino por la forma. Me gustaban sus períodos bien cortados, el orden de su exposi­ción, la gracia con que los adjetivos redondeaban el significado de los sus­tantivos, la plenitud, en suma, del idio­ma. Sólo después me percaté de que debajo de esta forma, tan meticulosa­mente cuidada, navegaba en la sombra la angustia del buscador de soluciones, el afán interior del cazador de verdades y la pudorosa piedad del caballero cris­tiano. Y esta angustia, este afán y esta piedad, verdaderos protagonistas de su drama humano, lo llevarían a la política, como portador de un sueño, para ser golpeado rudamente, para descubrir que un hombre solo, y solitario, no pue­de modificar un mundo imperfecto; pero sí puede, si tiene coraje, abstener­se de escupir por el colmillo, como los bravucones, para defender la conviven­cia democrática; y puede también con­servar la dignidad y el decoro y encen­der una antorcha para que otros la re­cojan, encendida, en la posta de la vida. Su concepción de un orden cristiano, fraterno y creador, de hondas reformas sin violencia, son, en el fondo, su aporte constructivo a la vida de un país que despierta, en una hora confusa, con el sueño de un verdadero amanecer.

Mi amistad con estos dos hombres, tan distintos y, ahora, tan entrañable­mente amigos, es uno de los muchos regalos que me ha hecho la vida.

De Bustamante conocí unos poemas muchos años antes de, que supiera quien fue el autor. Siendo muy niño se organizó una función de caridad en la que se representó ‘Blanca Nieves y los Siete Enanitos’. Bustamante, según lo supe mucho después, fue quien esceni­ficó el cuento y lo vertió en versos pul­cramente cortados. Yo debí ser el sépti­mo de los enanos; y recuerdo todavía buena parte de los parlamentos del ‘Príncipe Encantador’ y, por supuesto, lo que los enanos debíamos decir:

“Ya no somos pobres gnomos
sino pajes encantados,
con ricos ropajes
y luengos plumajes;
que derrocharemos
las riquezas todas
que hemos reunido
con sudor y llanto
…y tanto quebranto”.

Que me perdone don José Luis si éstos no son, exactamente, los versos que él escribió; pero la verdad es que los aprendí siendo tan niño que no re­cuerdo haberlos leído nunca. Y debí ser muy pequeño en verdad, porque no entendí entonces la razón por la que fui expulsado de la compañía teatral. Yo debía decir, en algún momento, refiriéndome a Blanca Nieves: “Que sea nues­tra mamá”. Pero enmendándole la pla­na a don José Luis y dando una razón práctica y nutritiva a una frase que de­bía tener sólo una finalidad lírica, excla­mé en un ensayo, muy sensatamente: “Que sea nuestra mamá... pa’ que nos dé tetita”. Las risas corearon mi impro­visación; y aunque en diversos tonos se me dijo que debía suprimir el añadido, el recuerdo de mi éxito inicial me indujo a repetirlo en el ensayo final. El resultado fue mi expulsión. Fui reemplazado por Mañuco Zereceda, que tuvo que here­dar mis atuendos.

Pero mi amistad con Bustamante se inició en mi juventud, cuando fui su alumno en la Universidad. Entonces mi hermano Juan Manuel y Alberto Soto trabajaban como practicantes en su estudio y la admiración que le tenían, y que han mantenido sin fisuras, incitaba mi curiosidad. En una ocasión reempla­cé por breves días a Alberto Soto como amanuense; y de esta época recuerdo una anécdota que lo pinta realmente. Me dictó un largo alegato; y en la noche me llamó por teléfono para pedirme un servicio —pues don José Luis no daba órdenes—; que en un acápite determi­nado modificase una palabra por otra, de significado muy similar. Intrigado por la importancia que concedía a algo que parecía sin importancia intuí la razón: la segunda palabra, en el período, `sonaba’ mejor. La preocupación por la forma como la obsesión por lo justo y lo legítimo es posible que, en más de una ocasión, hayan significado trabas para el hombre de Estado; pero revelan al poeta y al moralista.

Cuando don José Luis iba a cenar a casa de mis padres o me encontraba con él en alguna reunión, jamás hablába­mos de derecho sino de literatura. Y recuerdo que una noche, en mi casa, entusiasmado por unos poemas de Ro­dríguez que recité y él no conocía, nos regaló recitándonos poemas de su pro­pia cosecha, que no ha publicado ja­más. Y así nació una amistad que se fue estrechando con los años. Mientras fue Embajador del Perú solía escribirle eventualmente; y cuando regresó al Perú como candidato a la Presidencia y llegó a Arequipa antes de viajar a Lima, me llamó para preguntarme “si tendría inconveniente en servirle de amanuen­se” en la redacción del discurso que pronunciaría en la capital y que fue uno de los discursos más hermosos y más cargados de mensaje que ha producido.

Sin voluptuosidad de poder, requisi­to casi indispensable para ejercer el mando, don José Luis asumió la Presi­dencia como un deber, con entereza pero sin gozo. La euforia de la libertad reconquistada, la prepotencia del único grupo político organizado entonces, los apetitos de los viejos sectores desplaza­dos del poder y la crisis financiera des­atada por el término de la segunda gue­rra mundial, que determinó la caída de los precios de los artículos de exporta­ción, acumularon nubes de tormenta sobre el horizonte. Y ‘la primavera de­mocrática’, tan ardorosamente defendi­da por un hombre limpio, terminó con un golpe frustrado el 3 de octubre y con otro golpe de Estado triunfante el 27 del mismo mes de 1948. Yo estaba enton­ces en Buenos Aires y recibí a don José Luis en el exilio. Y durante un mes, pues mi carrera diplomática terminó también el 27 de octubre, estuve todos los días con don José Luis, que almor­zaba o comía en mi casa. Sin acrimonia, yo diría que incluso sin rencor, exami­naba en nuestras largas charlas todos los aspectos positivos y negativos de su gobierno, los errores de los grupos y sus propios errores, su exagerada con­fianza en la lealtad de los hombres y en la lealtad a los pactos, los raíces profundas de ‘una crisis que se juzgaba sólo por sus efectos exteriores y superficia­les y la necesidad de movilizar la con­ciencia cívica del país, no para reponer­lo en el mandato que se le había arreba­tado, sino para crear el equilibrio de fuerzas sin el cual jamás podríamos los peruanos constituir una democracia. Y el gobernante derrocado no pensaba en él sino en el país. No añoraba el Poder. Quería sólo trocar su experiencia dolo­rosa en un mensaje de esperanza, sacar conclusiones para que otros enmenda­ran los rumbos. El poeta del Derecho quería hacer de la ley un instrumento eficaz de perfeccionamiento y de justi­cia. Y su anhelo, su sueño, se vertió en cientos de cartas a sus amigos, en cien­tos de mensajes en los que no había ni queja ni amargura sino sólo palabras de aliento para que la antorcha encendida se mantuviese viva, para que se retoma­se, sin sangre, el camino civilizado de la democracia hasta convertirla en la me­jor costumbre; y para que se hiciese conciencia su convicción honesta de que una mañana con luz de alborada sólo puede ser el fruto de una larga noche de esfuerzo y sacrificio. De él aprendí que vivimos tiempos de dar y no recibir y que lo que importa, para quienes asumen responsabilidades, no es reclamar derechos sino cumplir de­beres. Aunque la incomprensión, o fuerzas que a veces son más fuertes que los hombres, trunquen muchos esfuer­zos y derriben muchos luchadores. Siempre que queden corredores en la posta.

Esos días difíciles de Buenos Aires tuvieron también alguna compensación para don José Luis. El cálido afecto de sus amigos, demostrado en múltiples formas, llegaba a él ya limpio de toda sospecha de interés, como una colecti­va voz de aliento; y después de tres años de vivir en Palacio, permanentemente resguardado —como un volun­tario prisionero— volvió a conocer el placer de ser un ciudadano cualquiera, de caminar libremente por las calles sin plan y sin horario. Recorríamos juntos Corrientes y Florida, las famosas calles bonaerenses, mirando los escaparates. A veces entrábamos a algún café a to­mar un aperitivo. En otras ocasiones paseábamos frente al río disfrutando de la brisa en ese noviembre cada vez más cálido. Y el reencuentro con la libertad, para quien había vivido enclaustrado y había recorrido las calles de Lima, du­rante tres años, sujeto a horarios y cus­todia, fue un placer renovado. Vagar por las avenidas sin plan ni concierto, charlar sin apremio, volver otra vez, eventualmente, a hablar de literatura, retornar a la confidencia, examinar con calma los problemas del Continente y del propio país, fueron bálsamos para el espíritu herido, fórmulas espontáneas para que un hombre libre mantuviera el equilibrio. Cuando, al cabo de un mes, tuve que regresar al Perú con mi familia para rehacer mi vida, sentí de veras mi partida, por don José Luis y por mí. Sobre el plinto de un viejo afecto habíamos levantado una honda amistad, que se ha afirmado en los últimos 20 años. El mandatario derrocado un solo encargo me dio para sus amigos del Perú: que se aplicaran con tenacidad y con paciencia a la formación de un partido político. Mientras exista —me decía— un solo partido organizado como el Apra y, frente a él sólo agrupaciones electora­les eventuales, jamás habrá democracia en el Perú; y el país seguirá oscilando entre la dictadura castrense y la prepo­tencia, inevitable, del grupo único. Y esta recomendación está en la fuente del camino que desde entonces seguí, que a lo mejor no es siquiera el camino que hubiera escogido mi corazón, de acuerdo con mis propias inclinaciones.

Podrías preguntarte, pequeño, por qué te hablo en una sola carta de dos figuras humanas tan aparentemente distintas, tan dignas, cada una de ellas, de una estampa singular. Y podrías también preguntarte por qué las mez­clo en el recuerdo. Y quizá no pueda explicarte del todo las razones. El he­cho de que ambos hayan llenado, casi, su periplo, aunque están en aptitud de darnos todavía más de una sorpresa, no es una respuesta satisfactoria. Creo que las he mezclado porque el Argo­nauta y el Buzo incidieron en mi vida en momentos cruciales. Porque uno me aceptó en su nave en días de tormenta para hacer mirar el drama de nuestro tiempo con la angustia que la vida recla­ma para tomar decisiones. Y porque el otro me metió en su escafandra para hacerme contemplar la trágica y miste­riosa grandeza del interior del hombre.

Por eso te dije que debo mucho a Bustamante y a Rodríguez. Sé, por cier­to, como te he comentado en otra oca­sión recordando a Saint-Exupery, que cada ser humano es un universo que se alumbra con su propia luz, sea ésta mortecina o brillante. Pero sé también que vivimos dentro de una constelación humana y que reflejamos, sin quererlo, los rayos más luminosos. Con ellos también nos alumbramos, incluso cuando rechazamos, total o parcial­mente, su luz. Y eso nos ayuda a com­prender y a vivir y, a veces, a actuar. Por eso, pequeño, porque sé, por expe­riencia, lo que significaron para mí don José Luis y César Atahualpa, quisiera que en tu vida encontraras un Argonau­ta y un Buzo. Con lenguaje infantil po­dría decirte que es como subir y bajar en un funicular adosado a la montaña fabulosa de la vida.



“CUANDO estudies la Historia del Perú Republicano sabrás que Don José Luis, además de maestro y autor de ensayos jurídicos y sociológicos, fue el líder civil de la revolución de 1930 que derroco a Leguía en un intento de restablecer las libertades”. MARIO POLAR UGARTECHE.

“Sabrás que en 1945, en las primeras elecciones limpias y autenticas es muchos lustros, fue elegido Presidente de la Republica; que posteriormente fue elegido Presidente del Tribunal de la Haya, el mas alto tribunal de la tierra”. MARIO POLAR UGARTECHE.



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