ENTRE varias definiciones que del 'homus politicus' pueden darse, caben dos, al menos para los propósitos que persiguen estas líneas.
Así, tenemos al político principista, llamado también idealista, impulsado por un profundo civismo. En segundo término, nos las habemos con el político de vocación, aquel, en fin, que incursiona en el menester político más allá de móviles principistas o idealistas, que, en determinadas ocasiones, pueden movilizar sus ímpetus.
Tales clasificaciones son aptas para hacemos luz en el camino, porque lo que prima en la vida humana y, por tanto en la política, no son los absolutos sino los matices, los claroscuros, ciertas situaciones compuestas por una pluralidad de ingredientes.
Tras estas advertencias, procede para el caso de ahora ver somera mente en cuál de ambos tipologías cabe ubicar a don José Luis Bustamante y Rivera, cuyo centenario de nacimiento conmemora el país en estos días.
Resueltamente yo lo sitúo en el ámbito del político principista, de los llamados maestros de civismo. Porque él lo fue en el sentido de sujetarse estrictamente a normas, leyes o dictados de conciencia de los que, precisamente, deriva la calificación de maestros de civismo.
El maestro de civismo, en suma, las más de las veces se orienta a la política movilizado más que por vocación poco menos que inexiste, por un imperativo. Tal fue el caso de las dos incursiones que en la política hizo el doctor Bustamente y Rivera. Miremos más de cerca.Su primera incursión en serio fue a raíz de la caída de don Augusto B. Leguía el 22 de agosto de 1930. Sintió el llamado del deber de cooperar con el movimiento acaudillado por el entonces coronel Luis M. Sánchez Cerro hasta el punto de ser el redactor del manifiesto que coronó con éxito tal insurgencia. Ya en el gobierno y a poco andar, Bustamante retiróse de la actividad política volviendo al culto de su raigal vocación de jurista y hombre de letras.
Su segunda incursión en serio -¡que casualidad!- fue su candidatura a la presidencia de la república presidiendo las fórmulas del Frente Democrático Nacional para el ejercicio de 1945-1951, frustrado en octubre de 1948 por el golpe militar del general Manuel A. Odría.
Pero nótese lo siguiente. Bustamante no arriba al poder porque él se propuso llegar previa una vocación en ejercicio. No. Llegó como resultado de un compromiso cívico, de lo que líneas más arriba señalé como un imperativo.
No alcanzó el poder por fruición sino por deber, no por el gusto de trasponer las puertas de Palacio sino por el afán de construir a partir de ahí una nueva república.
No lo dejaron. Y de ir minándole el camino hasta el desenlace de 1948, se encargaron con suicida ceguedad tanto la extrema derecha como el aprismo exacerbado por los celos de Víctor Raúl Haya de la Torre. No fue aquello la historia de un país sino de una factoría. Las consecuencias de todo aquello se sufren hasta hoy.
Porque imaginen ustedes que las cosas hubiesen resultado en el régimen que inició Bustamante y Rivero en 1945, de suerte que los gobiernos sucesivos no hubieran sido producto de alteraciones o de enjuagues, sino severos ensayos de peruanidad que uno tras otro habrían ido superándose. ¡Hoy el Perú estaría en el pináculo del menester democrático iberoamericano y protagonizando notables avances en todos los niveles de la vida del país!
No faltan quienes reprochan a Bustamante y Rivero no haberse liberado de los tremendos escollos que le salieron al paso hasta dar al traste con su gestión. Pero olvidaron que Bustamante más que de la política en estricto, era un maestro de civismo que se sujetó a normas, imperativos y dictados de conciencia que lo inhibieron de actuar drástica y fulminantemente. Y de la cruz a la fecha, el debate no concluye. Unos, defendiendo su posición, otros criticándola en el sentido de que prefirió caer en su ley olvidando que, por encima de ella, se hallaban las urgencias de la vida de aquel entonces.
Y es que la presencia de Bustamante en el poder es el caso típico del intelectual metido en la política. No me refiero, claro está, a cualquiera: que pase por intelectual sino al intelectual de raza como él. ¿En qué consiste ese drama? Muy sencillo. El intelectual de raza -lo he sostenido más de una vez- tiene la columna vertebral muy rígida, de suerte que la suya es una movilidad sui generis, totalmente apta para trazarle una senda, un camino al político, un derrotero, en fin, que movilice positivamente a todo un pueblo.
He ahí lo enormemente útil que puede ser el intelectual de raza para un real y efectivo ejercicio del menester político.
Pero enredado en los trajines políticos, cualesquiera malandrines le pueden trabar la firmeza del paso.
El me lo confirmó personalmente alguna vez. Creo que hace un tiempo lo relaté en otra parte muy escuetamente. Fue el 8 de abril de 1945 en el avión que trajo de Arequipa a Lima al entonces candidato del Frente Democrático Nacional y a un séquito que yo integré, formado por delegados de los movimientos y partidos pertenecientes a dicho frente. (Representaba yo a la Juventud Independiente del Perú). Viajamos el día anterior a Arequipa para traerlo a la grande y multitudinaria recepción que le hizo el pueblo de la capital el domingo 8 en el Estadio Nacional.
Pues bien, en el curso de ese histórico viaje ocupé por algunos minutos asiento al lado de don José Luis. Entre otras cosas me dijo: "Créame que no duermo desde el día que ustedes proclamaron mi candidatura. Definitivamente la política no me seduce. Soy ante todo un hombre de gabinete, de estudio, de hogar. Tal es mi mundo. Este compromiso lo he asumido como un deber, como un imperativo patriótico".
¿Para qué más? Pero aún así si se lo hubiese dejado actuar habría respondido sobresalientemente. Ya en el seno de su primer gabinete encontró de parte de alguno, falta de comprensión. Dije asimismo más arriba que toda la vieja derecha sin excepciones se le vino encima, lo mismo que un aprismo histérico y desbordante. A su turno tuvo él algunas fallas de conducción que, en un país normal, hubiesen pasado poco menos que desapercibidas.
Es totalmente falso que no tuviese visión alguna de la política. Como buen intelectual de raza lo miró todo con claridad. Era muy diestro en ponderar situaciones, vale decir que no se le escapaba nada y que seguía la realidad paso a paso. Más de una vez conversando con él en la sede gubernativa anoté ese detalle, que, por lo demás, al país entero constaba a través de sus periódicas intervenciones radiales en las que ponía los puntos sobre las íes.
En todo caso, si hubiese contado con más apoyo, pienso que habría rendido la 'performance' del gran estadista. Pero, ¿quién es un estadista? ¿En qué se tipifica? Estadista es aquel que, mirando la realidad circundante, crea las instituciones ad hoc para aventar su país hacia un futuro venturoso. No es pues el hombre que se cree providencial y que se dice: "Después de mí, el diluvio o venga lo que llegue".No, no. El gran estadista es quien crea instituciones, las solidifica, las pone en marcha, las recrea y vigoriza. ¿Y a base de qué? Pues de lo que tanto él ponderó y cultivó, el acatamiento a la ley, a la observancia estricta de la normatividad, al respeto de principios elementales, todo lo que, en fin, los pobrecillos y majaderos de siempre le achacaron como sus fallas más notorias.
Alguna vez don Ángel Ganivet señero intelectual español, dijo: "Pero un día ha de llegar en que todo se andará... ".
Sí, sí, un día llegará en que todo se andará.
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