martes, 2 de junio de 2009

José Luis Bustamante y Rivero – La correspondencia – Oiga 7/02/1994

Ginebra, 19 de setiembre de 1955
Sr. don Benjamín Roca M.
Lima
Confidencial

Mí querido Benjamín:

Quiero que esta carta sea confiden­cial. Para usted nada más. Sólo así podré expresarle sin reservas mi pen­samiento, como pienso hacerlo. Debí haberla escrito hace ya varios días; pero el temor de la censura me ha contenido. Hoy aprovecho del viaje de una persona conocida. Trataré de ser breve, porque el mensajero parte a mediodía.

He pasado algunas semanas des­agradables, de tensa desorientación. Comprendo que el haber publicado mi mensaje contrariando la opinión y la advertencia de muchos de mis me­jores amigos (debido a una discrepancia conceptual que para mí era, ade­más, un ‘caso de conciencia’); tenía que crearnos cierta situación embara­zosa. Pero también pensé que este episodio no podía afectar en nada nuestra estrecha vinculación espiri­tual, nuestro común fervor peruanista ni nuestra estimación amistosa; y que, por consiguiente, a la hora en que se tratara de defenderme —no ya en cuanto a la orientación del mensaje sino en cuanto a mi línea de gobierno o a mi conducta personal— todos ellos o, en su nombre, los más caracteriza­dos saldrían a mi defensa.

Estoy seguro de que, en efecto, nuestra relación personal, nuestra amistad profunda no han sufrido en lo menor. Pero le confieso, Benjamín, que he echado de menos esa tan grata y consoladora sensación de compañía en los momentos amargos en que el odio político y la pequeñez humana se han cebado contra mí so pretexto de mi mensaje. Me he sentido abrumado­ramente solo.

Mi mensaje ha merecido réplicas de todas clases: oficiales y partidaristas. Pero expresiones de reconocimiento de su finalidad patriótica (fíjese usted que no digo de aprobación de su con­tenido) no he recibido ninguna de par­te de mis amigos, excepción hecha de los cables de usted y Enrique. Son elementos extraños, como ‘Caretas’, como Barboza, los que han glosado con elogio. Usted me anunció confi­dencialmente que se preparaba la fir­ma de un cable de felicitación que contenía una segunda parte, alusiva a la conveniencia de mi vuelta al Perú. Yo le objeté únicamente esa segunda parte, porque me pareció que su con­texto se prestaba a interpretaciones y porque me parecía mejor que, llegado el caso, fuese yo quien anunciara mi decisión de volver. Pero ningún repa­ro puse a la primera parte. Jamás he demandado una felicitación para mí; pero la que generosamente se me anunciaba, me pareció natural y aún necesaria para remarcar escuetamente los móviles altos que habían inspira­do el documento y también para exte­riorizar la cohesión de nuestro grupo. Por fas o por nefas, el cable o mensaje postal no ha llegado a hacerse. Tal vez por dificultades para recolectar fir­mas... A estas alturas, dos meses des­pués del mensaje, el darle curso resul­taría francamente fiambre. Conse­cuencia política de este episodio: sen­sación en el público sobre la soledad de Bustamante o sobre la debilidad temerosa de sus amigos.

Sobreviene la refutación oficial de Faura en la Cámara. Allí no se trataba ya de discutir aspectos ideológicos del mensaje. Ni de enjuiciar su oportuni­dad o inoportunidad política. Se trata­ba de no permitir que quedaran en pie cargos innobles o falsos contra mi gobierno, contra mi línea; gobierno y línea en los cuales habían sido colabo­radores míos veinte o más ministros, a los cuales tocaban también los ata­ques del diputado odriísta. Era obvio esperar una reacción de algunos de esos ministros, de algún representan­te suyo, de alguien que sacara la cara en defensa del prestigio de nuestro gobierno. Pero nada: silencio.

La policía se incauta de casi toda la edición del folleto de mi mensaje. Es Bedoya, solo, quien sale al frente. Posiblemente hubo una delegación de mis amigos; pero la carta al Director de Gobierno no lo dice. Y ahí sí que se dejó escapar de las manos una oportu­nidad única para poner en descubier­to al gobierno, para redactar un docu­mento de altura y de tremenda reper­cusión política. Porque se trataba de defender la ley de imprenta (no de defender un mensaje con cuyos térmi­nos podía o no estarse de acuerdo). Mil veces se ha dado el caso en Lima que cuando un periódico enemigo o izquierdista ha sido suspendido o clausurado, o cuando se ha deportado a uno de sus directores. La Prensa y El Comercio han protestado. Yo creo que una protesta con 100 firmas, o con 50 firmas, de amigos míos conno­tados, denunciando simplemente el ataque a la libertad de imprenta (sin pronunciarse sobre el mensaje mis­mo), no sólo procedía desde el punto de vista amistoso y de solidaridad es­piritual, sino que hubiera levantado roncha en el ambiente político y ha­bría dado una tónica de vigor y de entereza, sin el menor asomo de peli­gro de represalias gubernamentales, porque ni Odría ni Esparza se habrían atrevido a hacer nada. Nada le hicie­ron a Bedoya.

Y luego viene la carta de Thorndike: villana, artera, solapada, pretendien­do desfogar por el canal de la palabra de un “simple ciudadano peruano” todo el veneno del pradismo. Silencio también. Y eso, pese que allí no sólo se combaten algunas de las ideas pro­gramáticas de mi mensaje: sino que se me ataca personalmente, se me llama protervo y demagogo, se me acusa de insultar al pueblo y se falsea a ojos vistas el sentido de muchos de los pasajes de mi documento. Yo creía que en este caso salir al frente por parte de mis amigos era un deber: porque ellos saben que soy limpio; que lo que menos tengo es ser dema­gogo; porque ellos podían descubrir por sí mismos el falseamiento que se hacía de mis frases y, por tanto, la calumnia de que se me hacía víctima. Además, en este caso no se corría el riesgo de chocarse con el gobierno, porque no se iba a refutar al gobierno, sino a un pobre señor a quien se ha escogido como vocero de un grupo político enemigo o quien desea ganar indulgencias de ese mismo grupo. Sin embargo, yo me equivoqué. Yo esta­ba equivocado al esperar esa reacción de mis amigos; y tuve que escribir por mí mismo, venciendo mi depresión, una carta de refutación a Thorndike... A propósito, le he mandado a usted esa carta por dos conductos. Es indis­pensable que Caretas la publique.

¿Se ha puesto usted a pensar, Ben­jamín, en lo que sucedería si yo sólo tuviese que hacer frente, día a día, a toda esa clase de ataques? ¿No acaba­ría por sentirme abrumado, y hasta materialmente inhabilitado de hacerlo por falta de tiempo? ¿Y ha pensado usted en cómo me gastaría si tuviese que publicar bajo mi firma una carta por semana para rechazar ataques o rectificar tergiversaciones? Ante esta realidad, llego a pensar que lo mejor del mundo es enmudecer: no volver a ocuparse de nada; dejar que el país siga su rumbo...

Pero no puedo conformarme con esa solución, que no es solución. La conciencia la rechaza. Y por eso quie­ro agregarle en esta carta sólo dos cosas más.

Me pide usted en su último memo que le diga íntima y francamente si en realidad yo deseo actuar en la política o si prefiero ya retirarme —después de haber cumplido mi deber— a gozar de la amable tranquilidad de mi hogar y mis libros. Mi respuesta es ésta: usted sabe como el que más que nun­ca he tenido inclinación política; que no tengo ambición política. Pero creo que admitirá usted que por obra de la realidad de la vida, por lo que he sido en mi país, por las doctrinas que he predicado, por el ascendiente moral que acaso pueda tener, yo tengo res­ponsabilidades y deberes políticos. Sobre todo con la juventud. Y aunque me sería mucho más cómodo y estaría más en consonancia con mi tempera­mento (que se asquea ante la intriga y la falsedad de la política) el dar un puntapié a esta última y dedicarme egoístamente a lo mío, no haré tal y estaré siempre dispuesto a trabajar —ciertamente con sacrificio— porque el Perú sea, al fin, un país decente y organizado, si realmente me convenzo de que una intervención mía ha de ser útil y, sobre todo, ha de ser circundada en forma que ofrezca expectativas de éxito. Al hablarle así me refiero a la posible organización de un movimiento juvenil que llegue a ser con el tiempo la base de un gran partido democrático de franca tendencia social, y que en el momento actual esté decidido a inter­venir en el proceso de las elecciones. Estas consideraciones me llevan a tocar un punto sobre el cual en pocos días les escribiré una carta más extensa a usted y á todos mis amigos, pero que desde ahora quiero anticiparle: hay que ampliar nuestro grupo, incorporando a él a ese elemento joven que es conocidamente adicto a mí y que con motivo de mi mensaje ha reiterado su adhesión y su entusiasmo. Desgraciadamente, en todos estos años no ha habido con­tacto estrecho ni constante entre mis amigos caracterizados o maduros y esos elementos jóvenes. Ese contacto, hay que buscarlo a través de una o dos personas muy nuestras que tengan conexiones con las universidades, los profesionales nuevos, ciertos sindica­tos, etc. Luis Bedoya es, a mi juicio, el hombre mandado hacer para ello. ¿Se da usted cuenta ahora, Benjamín, de cuánta razón tenía yo al predicar, des­de que salí del Perú, sobre la necesidad de formar los “seminarios de investiga­ción y estudio” que mantuviera viva la llama de nuestros ideales políticos y prepararan, a la vez, un precioso acer­vo de datos y conocimientos sobre la realidad peruana, que ahora nos serían tan útiles? Hoy tendríamos ya práctica­mente formado un partido: con ele­mentos jóvenes preparados y con un programa económico-social en función de nuestra propia realidad nacional.

El otro punto es el relativo a mi re­greso al país, de que me habla su últi­mo memorándum. De más está decirle que ese paso dependería en mucho de la solución que tenga el asunto de que trato en el párrafo anterior. Si mi presencia es necesaria para algo posi­tivo, allí estaré. Si no hay probabilida­des de una cosa seria, grande y decidi­da, usted comprenderá que no me es grato compartir el techo nacional con quien me echó fuera de la casa. Uste­des leerán mi carta, me informarán ampliamente en su respuesta, y con esos elementos decidiré. Por lo pron­to, quiero hacerles notar a usted y los 13 buenos amigos que han conversa­do al respecto, que no hay que olvidar dos detalles: a) que el editorial de La Nación atribuye al mensaje de Odría un alcance mucho más amplio que el que sus palabras textuales tienen en el mensaje referido. Falta saber si La Nación da a esas palabras su verdade­ra interpretación o, según yo lo creo, otra mucho más amplia y acaso no aprobada por Odría, b) que mi caso no es el mismo del de los deportados corrientes a quienes se aplicó la Ley de Seguridad; porque yo he salido, no en aplicación de esa ley, sino antes de que ella existiese, por dictado perso­nal exclusivo del caudillo militar de la revuelta y antes aún de estar constituido un gobierno de facto. Con todo, comprendo que hay razones importantes que harían aconsejable el hacer pública mi voluntad de volver al Perú, sea o no aceptada por el gobierno esa decisión mía; y por eso les agradeceré me envíen, inmediatamente que se produzcan, los datos sobre cualquiera medida que adopte el gobierno sobre otros deportados políticos, no apris­tas y apristas.

Perdone usted, Benjamín, que haya sido tan largo y sobre todo tan crudo. Pero no me habría quedado tranquilo callándole lo que pienso y siento. Esti­mo que tanto para evitar resentimien­tos e incomprensiones que a nada conducirían, no es conveniente exten­der el conocimiento de lo que aquí le digo a nuestros demás amigos; pero sí es conveniente que usted lo sepa, pa­ra que si vuelve a presentarse el caso, usted pueda orientarlos con su conse­jo y sus reflexiones. Espero, como le he dicho, mandarle en estos días una carta colectiva extensa. Mándeme una dirección postal segura. Mil afec­tos a todos los suyos y un abrazo para usted.


J. L. Bustamante.

P.D. Hoy le escribo a Bedoya para que reclame ante la Dir. de Gbno., la devolución de los folletos incautados, en vista de la afirmación que Odría hace en su mensaje de que hay completa libertad de prensa. Es un tanteo, para evitar el nuevo fiasco de otra incautación de la segunda edición proyectada. No hay que precipitarse.

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